Cualquier representación artística que consiga airear las voces de los muertos de una guerra, es digna de todos los respetos. Como mínimo por ese hecho, la propuesta de Unicornio Teatro ya cumple con la expectativa de una pieza tan representada y readaptada, como casi imposible de hacer que sorprenda.
Concebida en origen con un sentido declaradamente político, Sinisterra tejió, aunque fuera -si lo fuera- sin darse cuenta, una sofisticada trampa para todos los teatros venideros que la representaran. Y es que el meta teatro ha irrumpido en la escena contemporánea dando un tirón de orejas a la costumbre de hacer que lo natural sea la expresión más socorrida de hacer creíble el hecho histórico que se representa.
Quizás por eso, a cerca ya de cien años de esta guerra, la distancia empieza a hacer mella en lo meramente documental, haciendo que las nuevas producciones se centren en potenciar los recursos artísticos modernistas, como la luz, el sonido, los efectos especiales, el simbolismo minimalista de los objetos, en detrimento de la narración de unos acontecimientos que poco a poco pierde fuelle para avivar una lección de historia o, para ceñirse al canon social contemporáneo, de su memoria.
Dramaturgia obliga, en este caso, a ver la obra dos veces para ordenar la secuencia distópica que transita entre el futuro y el pasado, entre los sueños y la realidad -si aceptamos que aquellos no forman parte de esta- y entre la vida y la muerte. Destaca la sutileza en la dirección del diálogo escénico para poner de manifiesto el in aeternum conflicto de pareja que camina de puntillas por los celos, el trabajo, la cobardía, el amor y los ideales; no dejando de lado, por supuesto, los conceptos universales de guerra y paz que, sin perder la perspectiva de lo político, son tratados como estados inherentes a la condición humana.
Carmela y Paulino son una pareja encantadora que sobrevive a los venenos de la guerra. Cada uno a su manera -vivo él y muerta ella- encuentran la paz en su particular universo que no es presentado ni como mejor ni peor, sino como el resultado merecido de haber vivido en consonancia con sus principios o la falta de ellos. Los miedos de uno y la valentía de la otra son una metáfora del dilema social que nos condena a elegir entre entregarse a morir en vida, y dejarse matar para hallar allá la paz eterna.
Dos personalidades, perfectamente trazadas sobre dos personajes bien caracterizados, interpretados y dirigidos con mucho oficio, en las que las voces, las canciones en directo, la gestualidad, la presencia invisible de los que se manifiestan desde el otro lado de la cuarta pared, el gramófono, la bandera y la suerte acertada de las candilejas, desmitifican la importancia de la arquitectura escénica en pro de enfatizar el contenido dramático.
En lo mejorable, el momento clave previo al fusilamiento de Carmela, en el que la presencia física de un grupo de milicianos incrustado en el patio de butacas entonando el “¡Ay! Carmela”, quizás peca de sobrado.
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