La locura es en sí misma un acto de rebeldía contra la perversión de la falsa moral. “Contigo no podrán ni los cuchillos, ni los venenos… ni los miedos internos”. Existen tres armas letales contra la voluntad, a cada cual más sofisticada y desgastadora. La muerte brutal, la silenciosa y, la más grave de todas, la que arrasa con la propia conciencia exponiéndola al juicio implacable de ella misma.
En esta pieza teatral, la mente de Lady Macbeth es una metáfora compuesta de muchas otras metáforas. El espectador construye en su imaginario cada escenario de un viaje que transcurre a través de la paranoica forma de hacer que se cumpla un destino que, de otro modo, se hubiera quedado en la caricatura de una profecía mal parida. El drama nos sumerge en la angosta trinchera que separa la Historia Universal, de la razón verdadera, aunque esta no sea más, ni menos, que producto de la mezcla inseparable del personaje, la actriz y la directora.
Es en esa frontera donde el espectador materializa sin haber, desde aposentos con intrigas palaciegas, hasta un campo de batalla, pasando por el banquete de coronación de un rey, o el infierno incandescente de un regicidio consumado a golpe de traición y manipulación; pero valiéndose apenas de unas velas, una mano de madera, un guante de goma, un trapo que simula una cota de malla, un atril desnudo y una silla sin asiento.
Pocas veces asistimos a un encuentro tan premeditado en el que actriz, dramaturgia, personaje y audiencia fabriquen y estén presentes en el drama o, lo que es lo mismo, que la virtud artística de una excelente interpretación, la visión cuerdo-loca de la autora -que no del personaje que solo le da forma-, la propia Lady Macbeth, y la imaginación mágica del respetable, construyan la obra.
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